Se llamaba Juan Manuel Ameijeiras; le decían Mel. Tenía los ojos verdes, 
el pelo crespo y le gustaban los peces de colores. En algunos retratos 
familiares se le ve como un niño serio, algo triste, con una mirada 
penetrante, como alguien de mucha más edad.
Cuando mi padre vio una foto, en la que Mel estaba tirado bocabajo en un 
charco de su propia sangre, después del asalto al cuartel Moncada, y a 
pesar de tener el rostro destrozado por las balas, le ha encontrado una 
similitud conmigo. Después comprobé que ese parecido físico era solo 
aparente, aunque quizás hubo algo en la mirada que me recordó un poco a la 
mía, como si me viera a través de un sueño.
En el momento en que Efigenio abrió la revista Bohemia correspondiente al 
primer número de agosto de 1953, casi choca el taxi que manejaba. En ese 
momento supo dónde estaba su hermano, ausente del hogar desde hacía varios 
días. Era la primera vez que se ausentaba de la casa de esa forma.
Cuando apenas comenzaba a descubrir el mundo, su padre partió un día hacia 
la guerra civil española para no volver nunca más. Quedó solo, con su 
madre y sus ocho hermanos. Quebró la tienda que tenían; luego se hipotecó 
y comenzó para la estirpe de los Ameijeiras un largo peregrinar de 
vicisitudes económicas que los llevaría de Chaparra, en Las Tunas, hasta 
La Habana. No es de extrañar que Mel creciera sin zapatos y pasara la 
mayor parte de su infancia con los pantalones rotos.
El 23 de octubre de 1953 hubiera cumplido 21 años. Una foto, con toda la 
morbosidad que trae consigo retratar a un muerto, da fe de por qué no 
siguió sumando años a su joven vida.
En ella tiene al lado un fusil. Tal vez sus verdugos lo colocaron allí, en 
un primer plano, como en una falsa pose que justificara aquel hecho atroz. 
O quizás no. Tal vez el fusil estuvo en sus manos hasta el último momento 
y solo salió de ellas cuando se produjo la descarga cerrada que dejó su 
rostro irreconocible.
Dentro de unos días se cumplirán 60 años de su muerte, pero siempre que se 
mire esa foto parecerá que acaba de ocurrir.
A veces creo que el fusil que yace a su lado, como fulminado igualmente 
por las balas que cegaron su vida en plena flor, era también un catalejo 
con el cual trataba de atisbar algún retazo de futuro.

 
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